El verano de 1991 fue
distinto.
A las tardes de pichangas en la calle, con champas de pasto como límites de
arco, a los tiros que me pateaban mis amigos en el patio de mi casa y a las
fichas en los flipper de la calle Lynch, se sumaban las vueltas en bicicleta
desde la Kolbe hasta el Parque IV Centenario. Pero ese año había algo más: una
visita ilustre en el barrio.
Todos estábamos
revolucionados porque el arquero de Provincial Osorno, Gerard Reiher, estaba
arreglando su auto en el taller de la otra cuadra. Varias veces a la semana se
dejaba ver por ahí. Reiher había sido seleccionado chileno juvenil en el
Mundial de 1987 y, a pesar de su juventud, ya se ganaba la titularidad en los
Toros, donde compartía el arco con Guillermo Valle.
Provincial Osorno,
dirigido por Guillermo Yávar, venía de una gran temporada 1989, la mejor de su
historia. Habían llegado a cuartos de final de la Copa Digeder (hoy Copa Chile)
y obtenido el tercer puesto en el grupo sur por el campeonato de la Segunda Divisón,
donde competía la Universidad de Chile. Estuvimos a un solo paso de jugar la
liguilla por el ascenso.
Para enero de 1991,
cuando se definía la Segunda División de 1990, los Toros empezaban el año con
grandes posibilidades de mejorar la campaña anterior. Con solo empatar el
primer domingo del mes, aseguraban el primer lugar del grupo sur y el ascenso
directo a Primera División. El trabajo más difícil ya estaba hecho: semanas
antes habían derrotado a Rangers de Talca, su rival más duro.
El partido decisivo
terminó 0-0 en San Fernando, ante Colchagua. La fiesta fue total. El lunes
siguiente, en la plaza, todo Osorno estaba celebrando. Por fin jugaríamos en
Primera.
El “gringo” Reiher
tenía aún más motivos para ser acosado por este grupo de cabros chicos ociosos.
Siempre le hablábamos, le hacíamos preguntas tontas o le pedíamos autógrafos.
En mi caso, el papel firmado se fue volando por la ventana del auto en un viaje
a Puerto Montt. Mi primo encontró “súper gracioso” lanzarlo por la carretera.
Yo disimulé mi pena y rabia como pude.
El paso siguiente de
los Toros era ir por el título de campeón de Segunda División, para lo cual
debían vencer a Coquimbo Unido, el campeón del grupo norte, en una final ida y
vuelta.
Mi cumpleaños era
justo al día siguiente del partido de ida, así que hice mis tarjetas de
invitación. La primera fue para Reiher, y las siguientes para varios jugadores
de los Toros. Por supuesto incluí a Caupolicán Escobar, el goleador, a quien
soñaba taparle un penal con los guantes de construcción que le tomaba prestados
a mi papá para jugar en el arco improvisado del patio.
El partido lo seguí
por radio. Ese empate 0-0 en Coquimbo fue, para un hincha osornino, como los
empates heroicos de Chile ante la URSS en 1973 o de Colo-Colo frente a Olimpia
en la Libertadores del 91: empates que valen campeonatos, que te llenan de fe para
la vuelta.
Con tu gente no podís perder si ya aguantaste estoicamente el cero en tu arco.
Lamentablemente, el
largo viaje de regreso desde la cuarta región impidió que mi ídolo viniera a mi
cumpleaños, así que me conformé con un día normal, atajando tiros de mis primos
y vecinos, soñando con el partido del sábado.
El partido de vuelta
se acercaba. Reiher volvió al taller y se apareció en el barrio, le llevé un
trozo de torta que había sobrado de mi cumpleaños. Mientras comía, se excusó
por no haber podido ir: el viaje había sido muy largo. Lo perdoné al tiro, cómo
no hacerlo. Ese sábado había que sumar la primera estrella, y no era tiempo de
reclamos sentimentales.
Coquimbo, dirigido por
el “Negro” Sulantay —el mismo que después ganaría títulos con Cobreloa y haría
historia con las Sub-20 del 2005 y 2007—, llegaba con sed de revancha.
El partido fue tenso. El apoyo de la hinchada taurina no bastaba para romper el
cero. Pero esa temporada Caupolicán Escobar era un depredador del gol.
Y apareció en el minuto 90.
Como en una película, dejó el clímax para el final.
Gol. Locura total en el estadio y en una ciudad entera.
Los Toros, en su
octava temporada, por fin tenían su primera estrella, estampada en banderines,
banderas, escudos… y en los corazones de los hinchas de todas las edades.
Gerard Reiher jugó
luego en la primera campaña de Osorno en la división de honor, y después emigró
para no volver, al menos como jugador.
Mi primer ídolo ya no seguiría en el equipo, pero ese verano distinto ayudó a
formar a este hincha fanático del club de su ciudad.